Estoy enfadado con los periodistas. También lo estoy
con la izquierda: con la reformista y con la supuestamente radical. Los
primeros se alarman de la pobreza y en especial de la pobreza que generan las
guerras; y hacen llamamientos y críticas a los Estados para que solucionen ese
grave problema. Siempre lo mismo: mantienen a la sociedad civil ajeno a ese
grave problema y hacen del Estado el mediador absoluto para la solución del
mismo. Esa es su primera inconsecuencia, la enajenación de la sociedad civil
por medio del Estado, pero peor es aún que solo critiquen a la pobreza y
mantengan libre de crítica a la riqueza, sobre todo en sus expresiones execrables.
Y los segundos, porque no someten a profunda crítica la distribución de la
riqueza; solo se preocupan de la redistribución de la riqueza, esto es, de la
utilización del sistema impositivo por parte de un Estado benefactor para
quitarles a los ricos una parte de su riqueza y dársela a los pobres. A eso se
llama “solidaridad”. La distribución de la riqueza estriba en que los
propietarios y gestores del capital son los dueños del mundo y se enriquecen
hasta los tuétanos, mientras que los que solo poseen su fuerza de trabajo ya le
agradecen a “la economía” que les dé un trabajo para poder vivir de un salario
digno. La redistribución vía impuesto puede paliar en parte las desigualdades e
injusticias creadas por la distribución de la riqueza, pero la solución de la
injusta y desigual distribución de la riqueza está en cambiar las relaciones
económicas entre las personas o ponerles severos límites. Un cambio decisivo
para modificar las relaciones económicas en el ámbito financiero, donde se
produce la más alta explotación de las familias y de las pequeñas y medianas
empresas, estribaría en ponerle un límite al sueldo de
los gestores de fondos y un límite a los ingresos derivados de la propiedad de
capital monetario, que nunca deberían ser superiores a la inflación interanual.