Habíamos dicho que el lenguaje ha penetrado en todas las formas de la subjetividad: en el deseo, el impulso, la necesidad, las inclinaciones, la voluntad, la percepción, la representación, la imaginación, etc. Pero todas estas formas de la subjetividad presuponen que algo, aquello que hace de objeto de esas formas de la subjetividad, sea representado, esto es, sea hecho interior. De manera que todo aquello que se ha hecho interior por medio de la representación, queda también penetrado por el lenguaje, queda cubierto por lenguaje, cae en las redes del lenguaje. De ahí el imperio del lenguaje: no sólo ha alcanzado al mundo interior sino también al mundo exterior.
Cualquier ente del mundo exterior, un edificio, una carretera, una montaña, puede ser objeto del deseo, de la voluntad, de la necesidad, de la percepción, de la representación, del concepto y del resto de las formas de la subjetividad. De ese modo todos esos entes se vuelven interiores y son soñados, imaginados y fantaseados. Surge la necesidad de que estos entes, además de su propia existencia, adquieran una existencia especial para la conciencia teórica, esto es, adquieran una existencia sígnica. Así que los entes del mundo exterior no sólo son penetrados por el lenguaje, sino que se transforman en lenguaje: son signos en medios de signos. Todo se transforma en signo o todo es signo, pero sólo en el mundo del lenguaje, no en el mundo no lingüístico. La transformación de un ente en lenguaje, la transformación de un ente en signo nominativo, no modifica los múltiples modos del ser del ente, sólo le añade un muevo modo del ser: el ser sígnico.
(Ver el anterior trabajo en la etiqueta Filosofía hegeliana)
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