Al intelectual suele
examinársele por su cabeza, como si los secretos de sus rendimientos y
habilidades discursivas radicaran en esa parte de su cuerpo. Pero eso es un
error. El intelectual inteligente es producto de muchas cosas, de su ser
social, de su sentido práctico, de sus intereses, de su visión amplia o
reducida del mundo, del grado de actualización de su conocimiento, de sus emociones, de su vitalidad,
de su filosofía de vida, de su sensibilidad y entendimiento, de su propensión a
cambiar o permanecer estancado, de la época histórica que le ha tocado vivir,
de su modernismo, de su grado de integración en la vida inmediata, de las
esferas de vida, prácticas y científicas, en las que está inmerso, de su vida
de masas, y de muchas cosas más. Todo no está en la cabeza.