Mi inclinación hacia la
filosofía se inició cuando tenía 23 años, hacía la mili en Melilla, y lo hice
de la mano de Nietzsche. Ya de regreso al barrio de San José, en Las Palmas de
Gran Canaria, me angustiaba vivir en un sitio tan periférico, aislado de las
instituciones académicas y de las grandes metrópolis de Europa. Cuando tenía 25
años, me pregunté: ¿Cómo sería posible que, viviendo en un lugar tan aislado y
llevando una vida personal con tantas limitaciones culturales, pudiera
convertirme en un filósofo? Me alivió en principio una idea de Nietzsche: el
filósofo es una especie que puede brotar en cualquier lugar. Después vino en mi
socorro Marx. Me iluminaron dos de sus obras filosóficamente más grandiosas -de
las que participó también Engels-: La ideología alemana y La Sagrada Familia.
Ahí aprendí que el mercado mundial creaba personas histórico universales. Ya no
me sentía ni pensaba tan aislado. Después caí en la cuenta de la suerte
cultural de la que disponía: vivo en Europa y hago uso de una de las lenguas
más universales del mundo, y tengo acceso a una cantidad ingente de libros de
los grandes pensadores del mundo filosófico, del mundo científico y del mundo
literario. Ya no me sentía tan vacío ni tan abandonado. Y, por último,
comprendí que, si me sumergía en la gran corriente del movimiento socialista
mundial, del que formaba parte desde los 18 años, aunque yo intelectualmente y
socialmente fuera pequeño, formaría parte de una gran fuerza social. Así superé
mi conciencia de aislamiento y de pequeñez.