De todos los economistas de la era capitalista, Marx es el más profundo y complejo. Y la profundidad y la complejidad en el pensamiento es lo más que se necesita en el mundo de hoy, para desentrañar su sentido y dibujar la esperanza de un mundo más humano. (Les recuerdo lo que significa la complejidad: en cualquier fenómeno que se analiza, aunque a primera vista parezca muy sencillo, participan muchos factores que están interrelacionados. La interrelación entre dos factores modifica a dichos factores; y a su vez, estos factores modifican sus relaciones con otros factores con los que están vinculados, de manera inmediata y de manera mediata, de modo que la totalidad de los factores adquiere otro estado; y vuelta a empezar en el análisis. La crisis financiera de 2007-2009 es un ejemplo de la complejidad del mundo. El mundo no se puede dibujar con líneas rectas y sentidos claros en un folio en blanco, sino que está repleto de garabatos y tachones).
Aunque el capitalismo es
el modo de producción que a finales del siglo XVIII creó los derechos humanos,
no ha cesado de deshumanizar el mundo. No obstante, a pesar de la complejidad y
profundidad del mundo actual, lo más que domina en el pensamiento social, por
la primacía de los medios de comunicación de masas, es la simplicidad y la
superficialidad. Y muchos periodistas presionan a sus entrevistados para que
respondan con un sí o con un no, pero todo lo que se puede afirmar está lleno
de peros y tal vez. En la sección de El
Capital titulada El carácter fetichista de la mercancía y su secreto,
dice Marx lo siguiente: “Es evidente que, con su actividad, el hombre cambia
las formas de las materias naturales de una forma útil para él. La forma de la
madera se modifica, por ejemplo, cuando se hace de ella una mesa. Esta no deja
de ser madera, algo corriente y sensible. Pero en el momento en que se presenta
como mercancía, se transforma en un objeto sensiblemente suprasensible”. ¡Una expresión maravillosamente filosófica:
objeto sensiblemente suprasensible! La mesa no deja de ser sensible, pero como
mercancía, se vuelve suprasensible: va más allá de lo sensible. Y es ambas
cosas: sensible y suprasensible. Y cuando es suprasensible, sigue conservando
su sensibilidad, circunstancia que aclararé al final de este trabajo. Y
adelanto una idea para que el pensamiento del lector no se adentre en el
terreno pantanoso de la vaguedad y de la oscuridad, de lo enigmático y de la
extravagancia, a la que son dados algunos filósofos marxistas. Suprasensible,
referido a la mesa como mercancía, significa sencillamente que en la mesa hay
propiedades o determinaciones sociales. La economía convencional es incapaz de
tener esta concepción. De ahí que considere el dinero como un puro objeto y
muchas veces lo llame trozo de papel, aunque después, en la práctica, y esto se
pone de manifiesto en las actuaciones de los bancos centrales en los momentos
de crisis, no trate el dinero como simple objeto, sino como un ente al que está
unido un sinfín de determinaciones sociales. Las determinaciones sociales de
todas las formas económicas, incluidos los nuevos productos financieros, cada
vez son más consideradas y tenidas en cuenta por las principales voces críticas
del liberalismo. Por ejemplo, Bogle, en su libro Suficiente, nos
recuerda unas palabras de San Pablo en el Nuevo Testamento: “Los que quieren
ser ricos caen en la tentación y en el lazo, y en muchas codicias necias y
perjudiciales, que hunden a los hombres en la destrucción y en la perdición.
Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males”. Luego, si el dinero,
sobre todo en aquellas personas que quieren ser ricas sin límites, hunden a las
personas en la destrucción y la perdición, y el amor al dinero es la raíz de
todos los males, es evidente que el dinero no es un simple trozo de papel, sino
un poderoso producto social que en cantidades más de las necesarias en manos
privadas causa inmensos males a la sociedad.
El 16 de septiembre de
2008 Bernanke, en calidad de presidente de la Reserva Federal, se presentó en
la Sala Roosevelt de la Casa Blanca para hablar con George W. Bush y explicarle por qué la Reserva Federal
planeaba prestar 85.000 millones de dólares a American International Group
(AIG), la mayor compañía de seguros del planeta. Esta propuesta chocaba de
frente con el principio básico del liberalismo, mucho más del liberalismo
conservador. El propio Bernanke, en su obra El valor de actuar, nos dice
que dos semanas antes, el Partido Republicano había declarado en su convención
de 2008 lo siguiente: “No apoyamos los rescates estatales de entidades
privadas”. A lo que Bernanke añadió: “La
intervención propuesta por la Reserva Federal violaría el principio básico de
que las empresas deberían estar sujetas a la disciplina del mercado y que el
gobierno no debía protegerlas de las consecuencias de sus errores”. Pero estos
son los principios y la teoría, la práctica dice lo contrario. El mercado
capitalista es incapaz de solucionar las crisis; y en los periodos de relativa
estabilidad del mercado, la actuación codiciosa de los agentes capitalistas no
hace sino crear nuevas condiciones para una nueva crisis.
Vayamos a los datos
suministrados por Bernanke. “AIG tenía activos por valor de un billón de
dólares. Operaba en más de 130 países y tenía más de 74 millones de clientes.
Ofrecía seguros comerciales a 180.000 pequeños negocios y a diversas entidades
privadas que empleaban a 106 millones de personas, dos tercios de los
trabajadores estadounidenses”. Con lo dicho basta. Vemos con claridad la enorme
dimensión social que tiene AIG y el cataclismo que crearía en la economía
estadounidense y en la economía global si el Estado hubiera dejado que
quebrara. Es obvio igualmente que el dinero no es un simple trozo de papel,
sino un producto social en el que están implicados complejos y numerosos
intereses sociales. Estas complejas e intrincadas propiedades sociales del
dinero, que obliga a la Reserva Federal a prestarle 85.000 millones de dólares
a AIG, pone en evidencia que el dinero, la mercancía general, es un objeto
sensiblemente suprasensible. En cuanto lo consideremos como un simple trozo de
papel, estamos ante un objeto sensible, pero desde que lo consideramos por lo
que representa en las intricadas relaciones de mercado, vemos que es un objeto suprasensible,
que va mucho más allá de ser un simple trozo de papel. Observamos también de
pasada la contradicción fundamental del capitalismo, tantas veces señaladas por
Marx: por un lado, toda actividad económica, valga como ejemplo la que
realizaba AIG con sus 74 millones de clientes, supone que el aspecto social es
lo dominante, que ninguna actividad económica es posible sin la participación
de las grandes masas sociales, pero después resulta que los grandes beneficios
o rendimientos de ese capital son apropiados de forma privada y en unas
cantidades irracionales. Esta contradicción que la tienen delante de los ojos
los economistas convencionales y los agentes económicos del capitalismo, sean
conservadores liberales o liberales reformistas, siempre la pasan por alto. Y
la solución es clara: hay que cambiar las relaciones económicas entre las
personas en el sentido socialista, en el sentido de que los rendimientos del
capital en todas sus formas tienen que ser distribuidos en su base evitando las
desigualdades extremas, no redistribuirlo después a través de los impuestos. Y
digo de otra forma lo que significa que todas las formas económicas son objetos
sensiblemente suprasensibles: las formas económicas no son cosas u objetos, son
relaciones sociales.
Cambiemos de tercio.
Pongamos otro ejemplo de objeto sensiblemente suprasensible. En una acera al
lado de un supermercado pasean un padre y un hijo de dos años. El padre lleva
bajo uno de sus brazos un perro de plástico con ruedas, de unos 20 centímetros.
En un momento dado el niño se para; y señalando con la mano abierta hacia el
perro de plástico, dice “guauguau”. El padre tardó un cierto tiempo en
comprender la intención del niño, que le vuelve a repetir señalando al juguete
“guauguau”. El padre le da el perro al niño, quien lo pone detrás de él y se
pone a caminar arrastrándolo con una cuerda. A los diez pasos el niño coge el
perro de plástico se lo pone bajo su brazo y le da la mano al padre y siguen
caminando. El perro de plástico es un objeto sensiblemente suprasensible.
Los filósofos
metafísicos, alimentados en la actualidad por el empirismo y el positivismo -el
mismo alimento filosófico que consumen los economistas convencionales-, cuando
analizan el valor semiótico del perro de plástico, lo hacen aislando el perro
de plástico de las relaciones sociales de las que forma parte; y así lo
convierten en un objeto enigmático. El niño llama “guauguau” al perro de
plástico. Pero esto no es un invento lingüístico suyo, son sus padres quienes
le han enseñado a llamar al perro de plástico así. Luego su aprendizaje
lingüístico y el significado nominativo de la expresión “guauguau” es fruto de
una relación social: la del niño con sus padres. Ya vemos que el perro de
plástico se convierte en portador de una relación social: la del niño con sus
padres. Pero el niño también llama “guauguau” a los perros reales, y por la
misma causa social. De manera que también los perros reales se convierten en
portadores de relaciones sociales.
En la sección antes
referida de El Capital, Marx dice lo siguiente: “A primera vista, una
mercancía parece un objeto trivial, obvio. De su análisis resulta que es una
cosa muy complicada, llena de sutilezas metafísicas y de caprichos teológicos”.
Lo mismo sucede con el perro de plástico, aunque en un grado notablemente
menor. El niño llama “guauguau” a todas las clases diferentes de perros, a sus
variadas razas. De manera que, desde el principio, con solo dos años, el niño
empieza a generalizar y a hacer abstracción de las diferencias entre las distintas
clases de perros. Pero también llama “guauguau” a todos los individuos de una
misma clase de perros. Luego, también lleva a cabo un proceso de generalización
en el ámbito de una misma clase de perros y a hacer abstracción de las
diferencias individuales. Pero la cosa no queda ahí: llama “guauguau” tanto a
un perro real como a un perro de plástico, de manera que rompe la barrera
ontológica entre los seres reales, los perros reales, y los seres ideales, los
perros de plástico, los juguetes. Vemos entonces cómo con la participación del
lenguaje en su función nominativa, el perro de plástico del niño forma parte de
un mundo que va más allá de lo sensible: el mundo suprasensible, el universo
lingüístico, repleto a su vez de complejidades e interrelaciones estructurales.
Pero vemos igualmente que la palabra en su función nominativa ya tiene
componentes conceptuales: la generalización y la abstracción. Es evidente, de
acuerdo con Marx, que en este ejemplo están presente los caprichos teológicos y
que, por consiguiente, el perro de plástico no es un objeto trivial, sino un
objeto sensiblemente suprasensible.
Retornemos, por último, a
la mercancía. John. C. Bogle, fundador y ejecutivo principal del fondo de
inversión Vanguard, distingue entre el valor inmanente de las empresas y
el precio de las acciones. Y señala que todos los fondos de inversión y otros
agentes financieros que se mueven en el corto plazo con fines especulativos,
hacen que los precios de las acciones no se correspondan con el valor inmanente
de las empresas. Bogle carece de formación filosófica e ignora que la categoría
“inmanente” pertenece a la siguiente la unidad de contrarios: inmanente y
trascendente. Aunque Bogle reconoce que hay un valor inmanente de la empresa,
no dice en ninguna ocasión cuál es la naturaleza de este valor inmanente, cuál
es su sustancia social. Pero del mismo modo que Bogle reconoce que las empresas
tienen un valor inmanente, que en muchos casos está a mucha distancia del
precio de las acciones que en la Bolsa representan el capital de las empresas,
debería reconocer entonces que las mercancías, sean bienes o servicios, tienen
igualmente un valor inmanente. Y no hay mejor economista y filósofo que Marx
para aclarar y fundamentar la naturaleza inmanente del valor de las mercancías
y de las empresas. Así que vamos a por ello.
Bogle quiere recuperar el
espíritu del capitalismo del siglo XVIII, en especial por ser más ético, esto
es, por tener más en cuenta los intereses de la sociedad. Así que debemos
recuperar el espíritu teórico de Adam Smith y David Ricardo, pero también
deberíamos recuperar el espíritu teórico de John Locke y Henry George, y muchos
otros. Debemos recuperar el espíritu de todos aquellos pensadores que hacían
del trabajo la base del derecho a la propiedad. Pero el concepto de propiedad
no aparece como concepto principal en los trabajos teóricos de todos los
liberales críticos con el capitalismo actual, pero tampoco el concepto de
trabajo. En vez del concepto de trabajo, aparece con carácter hegemónico el
concepto de mérito, un concepto que la economía convencional no ha definido ni
ha sido capaz de cuantificar. Y con respecto a la propiedad, los liberales
críticos siguen teniendo una fe instintiva en el mercado. Reconocen que el
Estado debe supervisar y regular el mercado, en especial el mercado financiero,
pero siempre que el mercado sea la clave del desarrollo económico. Surge con
facilidad la pregunta que no formulan los liberales: ¿Debe el Estado estar al
servicio y bajo el mando del mercado o debe el mercado estar al servicio y bajo
el mando del Estado? Es obvio que quienes defienden la primera opción son los
liberales y socialistas reformistas, mientras que los que defienden la segunda
opción son los socialistas radicales. ¿Y qué es un socialista radical?
Respuesta fácil: aquellos que consideran que la propiedad privada debe estar bajo
el dominio de la propiedad pública, que los intereses particulares deben estar
bajo el poder de los intereses sociales, y que el mercado debe estar bajo el
control y dominio del Estado. Y cuando esto suceda, el mundo no se acabará ni
irá a la perdición, todo lo contrario: se volverá más humano. Se hará el reino
de los cielos, del que hablan los cristianos, en la Tierra. Y esto no es una
utopía; es lo que demandan los liberales críticos, aunque con el ropaje
capitalista, del que no se pueden desprender. Y la razón: son reformistas y no
radicales.
Marx nos habló, en El
Capital, del carácter doble del trabajo representado en las mercancías. Y a
este propósito dice dos cosas: una, que la naturaleza doble del trabajo
contenido en las mercancías la ha demostrado él por primera vez de un modo
crítico, y dos, que este hecho es el punto en torno al cual gira la comprensión
de la economía política. Y sabemos cómo ha procedido la economía convencional
actual con respecto a este asunto: ha desterrado el trabajo por completo de sus
teorías y lo ha sustituido por el concepto más que impreciso de mérito; al
igual que ha desterrado el concepto de propiedad.
Afiancemos más esta idea.
La mercancía es un objeto doble: valor de uso y valor. La economía convencional
reconoce este carácter doble, aunque en vez de una manera inmanente lo hace de
una manera trascendente: valor de uso y precio. Lo que le sucede a la economía
convencional es que ignora que las características que tiene el trabajo en
tanto están representadas en el valor de uso no son las mismas que cuando están
representadas en el valor. Esto hace que Jevons, y con él todos sus seguidores,
que son la mayoría de los economistas burgueses, exprese el valor en términos
de utilidad y necesidad, esto es, confunde el valor de uso y el valor. Es como
si en el ámbito de la religión se confundiera el alma con el cuerpo y se
expresara la esencia del alma en términos de características corporales.
Veamos, en palabras del
propio Marx, el carácter doble del trabajo representado en la mercancía: “Por
un lado, todo trabajo es gasto de fuerza de trabajo en el sentido fisiológico,
y en esta calidad de trabajo humano o de trabajo abstractamente humano
constituye el valor de las mercancías. Por otro lado, todo trabajo es gasto de
fuerza de trabajo humano en forma específica y determinada por su fin y es esta
calidad de trabajo útil concreto produce valores de uso”. Que el trabajo útil
produce valores de uso es algo obvio y no genera problemas epistemológicos,
mientras que el gasto de fuerza de trabajo sin tener en cuenta la forma de
gastarlo constituye el valor de las mercancías, sí contiene serios problemas
epistemológicos. Pongamos un ejemplo: si en la producción de una mesa un
carpintero ha empleado 8 horas de trabajo social medio, bajo el punto de vista
sensible es imposible observar en la mesa esas 10 horas de trabajo. Marx lo
expresa en estos términos: “En contraste directo con la burda objetividad
sensible de los cuerpos de las mercancías, no penetra en su objetividad de
valor ni un átomo de materia natural”. Dicho de otra forma: el valor existiendo
en la mercancía no es perceptible. En palabras de Marx: “…se le pueden las
vueltas que se quieran a una mercancía, mas como cosa de valor permanece
inasequible”. Es conveniente saber con qué problemas epistemológicos te
encuentras cuando quieres demostrar la forma de existencia del valor. Y en
estos casos, al no poder recurrir a la percepción, solo te queda la
representación.
Así que podemos reconocer
que la sustancia del valor es el gasto de fuerza de trabajo social medio, pero
hay un problema epistemológico: carece de objetividad. ¿Cómo se resuelve este
problema de la objetividad del valor de las mercancías? Esta es la respuesta
que da Marx: “…las mercancías solo poseen objetividad de valor en tanto son
expresión de la misma unidad social, del trabajo humano; que su objetividad de
valor, por tanto, es puramente social, y se sobreentiende entonces que solo
puede presentarse en la relación social de una mercancía con otra”. Igual que
la objetividad del valor semiótico del perro de plástico solo puede presentarse
en la relación social del niño con su padre.
Por lo tanto, las
mercancías en tanto valores son objetos sensiblemente suprasensibles. Sabemos
que Marx, en El Capital, demostró con un rigor que hace época cómo
la mercancía se transformó en dinero. Y que la objetividad del valor, el valor
existiendo de forma objetiva, es el dinero. Por eso, el dinero no es un simple
trozo de papel, sino un complejo jeroglífico social. El dinero no es una cosa
dada, sino un producto histórico, resultado de una evolución histórica de
siglos. Esta preocupación que
tienen todos los liberales por aquellos capitalistas que aman en exceso el
dinero y que se despreocupan por completo de los intereses sociales, este robo
del alma del capitalismo del que se queja Bogle, no es más que el
reconocimiento aún inconsciente de que el dinero es signo de trabajo y que
tiene un carácter social. Y el legítimo propietario de lo que es social solo
puede ser la propia sociedad. De modo, y siendo consecuentes, el mercado debe
estar al servicio del Estado y no el Estado al servicio del mercado. Ya va
siendo hora que los liberales críticos abandonen esa fe romántica e ilusoria en
las fuerzas del mercado como medio exitoso para resolver los graves y complejos
problemas sociales de la actualidad.
Por último, aclaremos por
qué lo suprasensible es también sensible, porque la mercancía yendo más allá de
lo sensible no puede escapar de lo sensible. En la religión cristiana
encontramos un problema análogo. Dios es una sustancia suprasensible, esto es,
no es sensible, los sentidos no pueden darnos cuenta de su existencia. Dicho de
otro modo: Dios carece de objetividad. ¿Cómo resuelve la religión el problema
de la objetividad de Dios? Respuesta: por medio de Jesucristo. Jesucristo es
Dios hecho hombre. Así Dios se volvió sensible y objetivo. No dejó de ser Dios,
pero se volvió sensible. La Semana Santa española es el mejor ejemplo de cómo
Dios es reconocido en todo su sensible esplendor. Lo mismo sucede con el valor.
En la mercancía aislada es imposible captarla porque carece de sensibilidad y
de objetividad, pero en la relación entre las mercancías, cuya evolución
histórica transformó a una de ellas en dinero, se obró el milagro: adquirió
sensibilidad. Así como Dios existe de forma sensible como hombre, el valor
existe de forma sensible como dinero, y en su forma originaria y más
esplendorosa como oro. Y este enorme poder sensible del oro como dinero lo
expresa Cristóbal Colón en una carta escrita desde Jamaica en 1503: “El oro es
algo maravilloso. Quien lo posee es dueño de todo lo que desee. Gracias al oro
se pueden incluso enviar almas al paraíso”. (Estas palabras de Colón las he
tomado de El Capital de Karl Marx).
Aunque después, cuando se
separó la sustancia de la función, el dinero se sustituyó por simpes signos de
sí mismo, el dinero no dejó de ser un complejo producto social y un objeto
sensiblemente suprasensible.
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