El otro día un amigo, que se dedica a la literatura, me habló de que había asistido a un taller de literatura. Me dijo que la persona que dictaba el taller hablaba de dos tipos de escritores: el escritor planificador y el escritor brújula. Me quedé desconcertado. Es una exagerada simplificación. Pensé que eran, en primer lugar, conceptos inadecuados, y, en segundo lugar, conceptos insuficientes para explicar cómo Cervantes o Goethe hicieron sus obras. Me habló de algunos ejercicios más que me parecieron superficiales y propios de una vida cómoda y despreocupada. A él le había gustado. Pero le había gustado porque él es una persona no radical. No es un agitador. No es un hombre de conciencia. Se limita a su complacencia. Está en el mundo, pero hay muchas partes del mundo que no tocan su alma. Por alma entiendo el conjunto de los sentidos y de la razón.
Le hablé de que había visto
un programa sobre inmigración en la televisión. Me había sorprendido una
imagen. En un puerto de Mauritania se veían miles de embarcaciones para la
pesca. Parecía un enjambre. Había un
enorme amontonamiento irregular. Informaron que los inmigrantes se colaban en
cantidades pequeñas en las embarcaciones de pesca y en alta mar saltaban al
cayuco que los llevaría hacia las Islas Canarias: Europa en África. Era la
manera de burlar los controles policiales.
Pensé en una familia del
Senegal de cinco miembros: el padre, la madre, dos hijas y un hijo. Pensé en el
hijo, con dieciocho años, quien les había comunicado a sus padres que quería
irse a Europa, que en Senegal no había trabajo y estaba condenado a la miseria.
Pensé en los ruegos de su madre: no te vayas hijo mío, sabes que muchos se
quedan por el camino; y si tú te ahogaras en el maldito Atlántico… Rompía en
sollozos. Pero su hijo no declinaba y le contestaba con absoluta determinación:
prefiero morir intentándolo que quedarme aquí y tener una vida sin futuro. Y su
madre le rogaba: no digas eso, hijo mío.
Indagué después sobre la
distancia entre Senegal y el puerto de Mauritania: más de setecientos
kilómetros. Y en la distancia entre Mauritania y las Islas Canarias: más de mil
kilómetros. Es una odisea salpicada de tragedias. Pensé también en los
esfuerzos y sacrificios de sus padres para reunir el dinero para financiar el
viaje de su hijo: entre dos mil y tres mil euros. Me sentí desgarrado. Pensé en
la despedida. Imaginé a su madre llorando y rogándole: no te olvides de
llamarme nada más llegar a Canarias. Y pensé después en la espera de sus padres
y hermanos. Mirando el móvil al cabo de los días. Esperando el desenlace…
Creo que un buen
ejercicio literario sería solamente proponer a los asistentes al seminario que
narraran la despedida, o la espera, o el desenlace. Para hacer ese ejercicio
tendrían que recabar algunas informaciones y ver imágenes, muchas imágenes. Sin
la sensibilidad adecuada, el pensamiento literario no acudirá presto ni
dispuesto. Menos formalismo y más contenido. Menos ejercicios de habilidades y
más empaparse de realidades. El escritor, como cualquier intelectual, debe ser
una persona comprometida con su tiempo. Menos mirarse a sí mismo y a la limitada
vida personal en la que vivimos todos, y más mirar al mundo exterior y dejarse
influir y determinar por todo lo que pasa en él. Solo así la universalidad nos alcanzará
con todo su poder transformador.
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