Empezamos con Schiller:
El gran Señor del universo no tenía amigos,
Sentíase solo: por eso creó los espíritus,
Espejos santos de su propia santidad.
Y, aunque el Supremo Ser no conozca nada igual a sí,
Del cáliz del reino todo de los espíritus
Le rebosa la infinitud.
Veamos cómo es este Dios. No tenía amigos. De ahí
que se sintiera solo. Pero cuando creó a los otros para tener compañía, los
hizo como espejos de sí mismo. De manera que en el otro no veía al otro, sino a
sí mismo. Yo creo que eso le produjo más soledad y a los otros ausencia de
libertad.
Como era muy soberbio y engreído no conocía nada
igual a sí mismo, se consideraba único y todopoderoso. De ahí que, al
contemplar su reino, formado por él y sus espejos, pensara que le rebosaba la
infinitud. Pero en su reino solo estaba él y las copias de sí mismo. Había
desaparecido la multiplicidad, la diversidad, la diferencia; tal vez esto
ocurrió desde el principio. De ahí que lo que él consideraba como un mundo
rebosante de infinitud, era en realidad un mundo finito y limitado.
Vayamos ahora a la cita de los pitagóricos de la
mano de Hegel:
“También en esta filosofía (la de los jonios)
debemos descubrir y señalar la trayectoria, el proceso de evolución. Las
primeras determinaciones totalmente abstractas aparecen en Tales y en los otros
jonios, quienes conciben lo general en forma de una determinación natural,
el agua, el aíre, etc. El proceso de evolución consiste en ir abandonando
esta determinación natural puramente inmediata; abandono que nos encontramos en
los pitagóricos. Según éstos, la sustancia, la esencia de las cosas, hay que
buscarla en el número; el número no es algo sensible, ni tampoco el
pensamiento puro, sino que es un sensible no sensible”.
Primero hay que fijar el concepto de evolución y
proceso, concepto clave en la concepción dialéctica. Después hemos de fijarnos
en que tratamos de establecer la forma general y que la historia del
pensamiento filosófico ha tenido que recorrer muchas fases de desarrollo hasta
establecer que la forma adecuada y acabada de lo general es el pensamiento. Y,
por último, saber que en esa evolución se partió de las determinaciones
naturales, como la tierra, el agua y el fuego, hasta llegar a una fase
intermedia: los números, que no son una determinación natural puramente
inmediata ni tampoco el pensamiento puro. De ahí que Hegel catalogue al número
como una entidad sensible no sensible.
Solo en pensadores como Hegel podemos encontrarnos
expresiones de este tipo, “un sensible no sensible”, donde aparentemente hay
una contradicción en el seno mismo de la nominación, en el sujeto. ¿Cómo
resolverlo? Pensemos en los nombres. Enumeremos algunos de ellos: lanza,
vestido, zapato, carne, bisonte, etc. Tenemos dos cosas: por un lado, signos
lingüísticos, y, por otro lado, individuos realmente existentes que podemos
percibir y nombrar con esos signos lingüísticos. En el plano ontológico no
ocurre así con los números. Enumeremos algunos nombres numéricos: uno, dos,
tres, etc. Tenemos o deberíamos tener dos cosas: por un lado, signos
lingüísticos, y, por otro lado, encontramos individuos realmente existentes que
podemos percibir y nombrar con esos signos lingüísticos: 1, 2, 3, etc. La gran
diferencia que se produce en el mundo de los números es que tanto los números
en tanto nombres como los números en tanto objetos designados existen en el
mismo plano ontológico, ambos son signos. De este modo, por medio de los
números, podríamos afirmar que el mundo del lenguaje se convierte en un mundo
independiente del mundo real, esto es, del mundo que no es lenguaje. La
peculiaridad de los signos lingüísticos es que son valores referenciales que
carecen de cuerpo. Y los números, tanto en su existiendo en calidad de nombres
como existiendo en calidad de objetos designados, carecen de cuerpo. Y estar
dotado de cuerpo es la primera condición de la existencia de cualquier ente. De ahí que resulte
lógico que Hegel presente a los números como sensibles no sensibles. Son
sensibles en tanto que como signos son objetos de la percepción sensible, pero
no son sensibles en la medida que carecen de la premisa básica de la
existencia: el cuerpo.
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