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sábado, 9 de agosto de 2025

Saldar una deuda

 

En un banco de color marrón oscuro, bajo una marquesina de cristal y metal, hay una mujer sentada que lleva una chaquetita blanca a la cintura y su pelo rubio recogido. Se oye el chapoteo del mar, corre una ligera brisa y al fondo se eleva el cielo de color azul blanquecino. A los pocos instantes llega otra mujer de pelo negro suelto, que lleva una chaqueta oscura que le llega a la rodilla. Días atrás Sara, la del pelo rubio recogido, le dijo a Isabel, la recién llegada, que vestía como una pordiosera. Isabel se había dejado ir en su apariencia, su rostro era serio y sus ojos inexpresivos.

Se miraron con cierta ternura. Ambas recordaron cuando tenían veinticinco años y eran buenas amigas. Apenas esbozaron una sonrisa. Isabel abrió su bolso y sacó una pequeña pistola, apuntó a la frente de Sara y disparó. Se oyó el revoloteo de unas palomas. Luego sonaron las sirenas de los coches de policía. Isabel ingresó en prisión con una pena de veintisiete años. Se la veía deambular por el patio de la cárcel sola y sin vida. Apenas comía. Su vida se había apagado. Su hijo había muerto, al que había abandonado cuando tenía siete años. Y el amor de su vida, otro policía, también había muerto, asesinado porque Sara lo había delatado a un grupo mafioso. El único sentido de vida que todavía conservaba antes de entrar en la cárcel era la venganza. Pero una vez asesinó a su amiga con total frialdad, la vida dejó de tener el poco sentido que tenía para ella. A los seis meses de estar en la cárcel murió. La hallaron en su fría celda acurrucada sin ninguna nota de despedida. No tenía de quien despedirse. Hacía tiempo que no tenía a nadie a quien querer y con quien hablar. Al mundo venimos con llantos y nos vamos en silencio.

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