Soy un amante de la sencillez en la expresión. No necesitamos tantas palabras para reflejar la realidad. Cuando le hables al lector, que es lo que haces cuando escribes una narración, confía en que él ya sabe mucho de lo que le vas a contar y no necesita que lo abrumes con tantas palabras, puesto que al final lo único que logras es que la realidad quede sepultada. El lector tiene sus propios sentimientos finamente desarrollados sobre las cosas que constituyen el mundo. Tú no debes ponerlo todo, deja que el lector ponga lo suyo. Puesto que una narración es también un intercambio. No creas a esos escritores que dicen que son las propias palabras o los personajes quienes lo llevan por los caminos que crea. Eso es señal de que sencillamente no dominan su pensamiento. Puesto que el pensamiento no es el sujeto. El sujeto es el escritor y el pensamiento su herramienta. Tampoco el pensamiento, objetivado en el lenguaje, constituye un reino propio e independiente del mundo.
El lector conoce el
mundo. No lo trates como si estuviera viendo por primera vez los hechos
desagradables, tristes y alegres que constituyen la vida y que tú con tanto
esmero y empeño artístico le cuentas. La primera escena de lo que les voy a
relatar la tomé de una serie televisiva. El resto es invención mía. En verdad
que nada es invención mía, puesto que lo que añado y presento como mi propia
invención, lo he tomado de otras series televisivas y de informativos y de
documentales. También una parte de lo que digo proviene de mi experiencia
inmediata con los otros, que son muchos y variados, algunos cercanos y cálidos,
y otros lejanos y fríos. Algunos también son altaneros y pretensiosos, e
incluso odiosos. No me gustan aquellos que creen que la palabra tiene el mismo
estatuto que la realidad. El mundo no se hace ni se transforma con palabras. Casi
no soporto a aquellas personas que siempre andan diciendo cómo deben hacerse
las cosas, que se alimentan solo de periódicos y de libros, como si la verdad
estuviera en las palabras y no en los hechos. Se creen más grande de lo que
son. Creen saber más de lo que saben. Creen mirar a lo lejos, cuando en la
realidad solo ven pequeñeces, puesto que lo pequeño es la apariencia falsa de
lo lejano.
Un camión con un depósito
de gasolina se desplaza a velocidad media por una carretera situada en un valle
con poca vegetación. Lo conduce Richard, un hombre rudo de unos sesenta años.
Detrás lo sigue un coche azul. Lo conduce el comisario Jorge Quintana, un
hombre de cara marcada y de estilo pensativo, próximo a los setenta años. Richard
le había dicho que la gasolinera del viejo Johny estaba cerrada, y que su casa,
que quedaba a pocos metros de la gasolinera, también estaba cerrada. Le
extrañaba todo eso. Llevaba veinte años sirviéndole gasolina, aunque en los
últimos años le suministraba poca cantidad, tan poca que apenas le cubría los
gastos del transporte. Toda aquella zona había quedado desolada tras la
deslocalización de las industrias. El maldito libre mercado había despoblado
aquella pequeña ciudad. El comisario hurgo por las ventanas. Nada se movía.
Richard permanecía detrás con cara de preocupación. El comisario forzó la cerradura
y halló muerto al viejo Johny. Yacía en el suelo con dos tiros en el pecho.
Debía hacer pocos días del homicidio. La casa estaba desvencijada. Habían
robado los pocos ahorros del viejo Johny. Durante dos años de forma infructuosa
el comisario intentó dar con el asesino. En un lugar tan despoblado el homicida,
de paso por el lugar, mató sin compasión a aquel pobre desgraciado y le robó
sus pequeños ahorros. Vete a saber dónde estaría ahora aquel malnacido. En la
actualidad el comisario está retirado. Se le ve pescando en un pequeño lago con
cara de sufrimiento, incluso de aburrimiento, esperando que le llegue la hora,
no muy contento por su paso por la vida. Su pequeña ciudad de provincia, en un
tiempo próspera y llena de vida, hoy no era más que un lugar desolado y
apartado de la civilización, y donde se habían asentado algunos maleantes de
mala muerte.
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