Conciencia es saber. En todos los individuos hay una
parte de su conciencia que es individual y otra parte es social. Hay personas
que se consideran intelectuales o quieren proceder como intelectuales. Esta
condición la tienen en términos figurado o potenciales los profesores, los
políticos, los profesionales, los científicos y los artistas. En esta clase de
personas debemos suponer que su conciencia social ocupa el ochenta por ciento
de su conciencia y su conciencia individual el veinte por ciento. Pero no
siempre ocurre así: en muchos casos se da la situación inversa: la conciencia
individual ocupa el ochenta por ciento y la conciencia social el veinte por
ciento. De manera que cuando examinan los hechos individuales predomina la
conciencia individual, que inevitablemente será siempre una conciencia limitada
y muchas veces mezquina. No son conscientes de que los hechos individuales
también deben ser examinados por la conciencia social. Tampoco son consciente
de que a veces, e incluso muchas veces, por la razón antes esgrimida, hacen el
mal y no el bien. Sus códigos éticos, al estar gobernados por su experiencia
personal, son limitados, encarceladores y represores. No nos encontramos con
personas moralmente libres, esto es, con autonomía individual, sino con
personas moralmente encadenadas. Solo las personas que tienen una desarrollada
conciencia social, en cuya conciencia el deber social tiene un peso
predominante, están dotadas de autonomía moral. Si esa conciencia social apenas
tiene desarrollo y la conciencia individual es la predominante, carecerán de
autonomía individual, estarán bajo el dominio de los intereses y deseos
limitados. Son personas que son incapaces de llevar peso en su conciencia y, en
consecuencia, lo tienen que contar todo, no porque sean sinceros, sino porque
quieren una vida cómoda, carente de sufrimientos y desgarros. Quieren pasar por
la vida sin manchas y sin pecados. Pero el mal, así lo cuenta la historia,
forma parte de todos.