En muchas ocasiones he hablado sobre las consecuencias nefastas que tiene
para las investigaciones semióticas tomar como punto de partida los conceptos abstractos: no se ve nada
concreto y, en consecuencia, predomina la intuición abstracta. Se parte de lo
general y se llega a lo general sin mediación de lo concreto. No son conceptos
enriquecidos por el análisis de los hechos particulares. Se produce la
impresión de que nunca hay nada firme de lo que partir ni a lo que llegar.
Gravita una duda constante. Pero no una duda metodológica, aquella por medio de
la cual se busca un punto firme de partida del conocimiento, sino una duda
conceptual: se duda de los rendimientos cognitivos de los conceptos que se
ponen en circulación. Y si hay un concepto mal definido en semiótica este no es
otro que el de sentido.
Así que tomemos como punto de partida un hecho
concreto conocido por todos. Es un hecho que pertenece a la esfera de las
relaciones económicas. Hablaremos de la circulación simple de las mercancías.
La circulación simple de las mercancías viene representada por la fórmula M – D –M: mercancía – dinero –mercancía. Se
trata, por ejemplo, de que un agricultor vende su trigo por dinero y con este dinero
compra tela. El sentido de este movimiento radica en que el punto de partida y
llegada del movimiento sean dos valores de uso distintos: en este caso se parte
del trigo y se llega a la tela. Sería un movimiento sin sentido si el
agricultor cambiara su trigo por dinero y luego el dinero por trigo. Todos comprendemos en
primera instancia, por su contenido general, que tiene sentido que los extremos
de la circulación sean valores de uso distintos y que no tiene sentido que sean
valores de uso iguales.
Pero detallemos más los contenidos del sentido
material del intercambio. Nuestro agricultor sólo produce trigo, pero sus
necesidades no se reducen al trigo, necesita de otros valores de uso o bienes
para vivir. De ahí que se vea en la obligación de cambiar su trigo por el resto
de los valores de uso que necesita para vivir. Por lo tanto, el sentido de que
los extremos de la circulación simple de mercancías sean valores de uso
distintos es un imperativo de la vida. Como productor el agricultor es unilateral,
pero como consumidor es multilateral: necesita de los valores de uso producidos
por los otros.
El idealismo, que es una corriente filosófica
predominante en la semiótica, parte de la idea de que es el sujeto quien le
atribuye el sentido a las cosas, plantea los actos de dar sentido como actos
arbitrarios. De acuerdo con esta concepción nuestro agricultor podría cambiar
su trigo por dinero para luego cambiarlo de nuevo por trigo; o cambiar el trigo
por dinero para luego cambiarlo por piedras. En el primer caso estaría
cambiando el valor de uso que posee en excedente por el mismo valor de uso; y
en el segundo caso estaría cambiando un valor de uso que cuesta trabajo por un
valor de uso que no cuesta trabajo. Pero el mundo no es así, el mundo no es
como lo piensa el idealista, las determinaciones objetivas se imponen sobre las
posibilidades de los actos del sujeto. Abstractamente todo acto es posible: el
agricultor puede cambiar trigo por trigo. Pero su familia no se lo permitiría y
lo tildaría de loco. Sus necesidades no se reducen al trigo y su vida no es
posible sólo con trigo. Sus necesidades son muchas y variadas. Y los productos
que satisfacen sus necesidades los producen los otros. Luego está obligado a
cambiar su trigo por los valores de uso que satisfagan sus necesidades. Así que
en la vida real, no en la vida pensada por el semiólogo aquejado de la
enfermedad del idealismo, el sentido de los actos está determinado
objetivamente. ¿Cuáles son las determinaciones objetivas del sentido de los
actos de la circulación simple de las mercancías? Primera, cada persona como
productor es unilateral; segunda, cada persona bajo el punto de vista de las
necesidades es multilateral; y tercero, ha sido obra de la historia que desde
el principio, en los puntos de contactos entre comunidades ajenas, se
intercambiaran productos extraños. Es lógico que cada persona que asista al
mercado quiera lo que no posee; si tuviera lo que quiere, no iría al
mercado.
Los semiólogos aquejados de idealismo no distinguen
con claridad dos clases de sujetos: aquellos que realizan los actos que
constituyen el fenómeno social lleno de sentido de aquellos que se limitan a
observarlo. Y creen que son los sujetos observadores quienes les proporcionan el
sentido a los fenómenos sociales. Cometen el error de hablar de los fenómenos
sociales de modo general, esto es, no hablan de un fenómeno social en concreto.
Y al hablar de un fenómeno social en general sólo sabemos que es un fenómeno
social. Esto es: sabemos una pura generalidad. Y así el fenómeno social aparece
como un algo lejano desde el que un observador le atribuye el sentido mediante
un puro acto de voluntad. No se comprende que en los fenómenos sociales hay que
detallar cuáles son los actos del sujeto y demostrar, como yo lo he hecho aquí,
que están determinados por la necesidad y no por el puro arbitrio. Así que el papel del sujeto observador no debe ser atribuirle de modo externo el sentido al fenómeno social que investiga, sino descubrir y demostrar la necesidad de su sentido inmanente creado por sus sujetos actuantes.
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