Una persona X de la colectividad A actúa con honestidad. No pretende engañar ni aprovecharse del otro. Tampoco utiliza su puesto en la sociedad, se dedica a la política, para sacar provecho personal. La honestidad es una cualidad o virtud de la persona X que se pone de manifiesto en sus actos. Con el paso de los años la honestidad que se manifiesta en las actuaciones de la persona X termina por sustantivarse en la persona X: se presenta ahora como una persona honesta. Es así como figura para la comunidad A. De este modo se transforma en un referente moral.
La colectividad A, acostumbrada a la comodidad y a desplazar exclusivamente al ámbito de la política el comportamiento moral ejemplar, termina por idealizar a la persona X, concibiéndola como absolutamente honesta. Pero resulta que un día la colectividad A descubre que la persona X no ha sido honesta en una serie de actuaciones. Entonces se desmoraliza, cae en el escepticismo y concluye: no se puede creer en nadie. Pero esto es consecuencia de haber idealizado a la persona X, de haber depositado en esa persona el debe ser moral de forma absoluta, cuando nadie es absolutamente honesto ni absolutamente nada.
La colectividad A es cómoda, no se exige a sí misma el rigor moral que exige para la persona de Estado, la persona que representa el interés general, sino que quiere sentirse libre y con el menor número de limitaciones. Al idealizar a la persona X, delega en dicha persona el ideal del ser honesto, y se quita esa obligación moral de encima. La colectividad A puede ser todo lo inmoral que pueda, pero la persona de Estado debe dar siempre el tope en cuanto persona moral. En los programas rosas, que se han prodigado de manera alarmante en televisión, se practica de continuo la inmoralidad: hay muchísima gente que vive del cuento y gana muchísimo dinero. Pero como esta realidad pertenece a la sociedad civil, al ámbito de lo privado, está permitida y la colectividad lo acepta. Mientras que en el ámbito de la política exige que las personas de Estado sean moralmente perfectas o casi perfectas.
Pero el Estado es fruto y reflejo de la sociedad civil. Las personas de Estado, representante de los intereses generales, provienen de la sociedad civil, trayendo consigo todas las tendencias presentes en la sociedad civil, incluida la corrupción moral. Así que si tenemos una sociedad civil moralmente corrupta, o con muchos grados y formas de corrupción, no se puede esperar que las personas de Estado sean moralmente correctas. Así que aquella idealización de la persona de Estado se convierte en farsa y engaño, en pura apariencia de moralidad. Así vivimos en las sociedades occidentales: queremos una sociedad civil libre, donde uno pueda moralmente saltarse a la torera cada vez que se presente la oportunidad, pero queremos un Estado moralmente ideal, y pensamos que eso es posible sin cambiar a la sociedad civil. Todo un sueño.
13 de julio de 2004.
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